Hace tiempo que el mundo rural en Catalunya se debate entre la frustración y la revuelta. Los agravios se han ido depositando en el territorio como las capas de la nieve en el invierno, una sobre otra, así como también lo han hecho las crisis sucesivas que han golpeado la vida de la gente que vive en los pueblos. El envejecimiento, el retroceso demográfico, los recortes sistemáticos de servicios públicos, la crisis permanente de los mercados agrarios y la que quizá es la peor de todas, la crisis en la gobernación de este 80% del territorio que pone en tela de juicio la forma y el fondo de treinta años de tutela del mundo rural por parte de unas administraciones con vocación urbana, que no han entendido que la transformación del país no se puede hacer sin este 30% de los ciudadanos que cuida, trabaja y resiste en este medio rural cada vez más marginal.
Somos pocos. Lo evidencia el trato y la falta de sensibilidad de las administraciones y de los grupos políticos que han negado un aplazamiento de la Ley de la Agencia del Patrimonio Natural, reclamada por más de cien alcaldes y numerosas entidades del mundo rural. Para muchos, esta ley es la que hace colmar el vaso de la paciencia ruralista. ¡Y tienen razón! Antes de crear esta agencia, Catalunya necesitaba una reflexión sobre qué y cómo queremos que sea este 80% del país para establecer las bases de su futuro.
Reflexionar sobre cómo debe forjarse un nuevo pacto entre la Catalunya urbana y la Catalunya rural para establecer los equilibrios que deben regir los derechos y las oportunidades de las personas que viven en estos lugares, o las medidas de conservación de la naturaleza y el intercambio de servicios entre la ciudad y el campo para proveer de bienes tan básicos como los alimentos, las energías limpias o el agua.
La sensación que se desprende es más bien la de un paternalismo emulador de una nueva ilustración despótica que impone normas para modelar una ruralidad vista únicamente como un espacio del ocio y de la preservación. Una visión urbana que acabe con los agónicos “ruralistas” que se empecinan en querer continuar viviendo en el campo.
Esta crisis de gobernación se fundamenta en dos grandes evidencias: la primera es la pérdida del sentido del término territorio, un mote que explica el espacio geográfico desde una dimensión cultural y donde la huella de las sociedades que han vivido generación tras generación, han dejado su herencia en el paisaje que acoge la preciada biodiversidad, pero también una densa cultura que se proyecta en la manera de gestionar estos espacios.
La segunda es la imposición de una visión errática que ha bloqueado las lógicas que habían alimentado la sinergia entre entorno natural y producciones de bienes para el conjunto de la sociedad. El resultado es una tutorización administrativa que, ley a ley, ha desguazado el poder local, le han retirado todas las potestades imponiendo un criterio inducido por la visión de un retorno idílico al rewilding, sin darse cuenta de que este es el camino más directo hacia el desastre ecológico sin paliativos.
El bosque, como espacio más simbólico de esta ruralidad, necesita ser cultivado y gestionado, para evitar que el efecto del cambio climático y el fenómeno de los devastadores incendios denominados de sexta generación acaben con un bien imprescindible de nuestra sociedad. Lo demuestra la rotura de los equilibrios ecosistémicos por culpa de nuestra inacción provocada por tópicos que condicionan la actividad forestal. En estos últimos cuarenta años la biomasa acumulada en nuestros bosques por falta de gestión se ha multiplicado por tres, hecho que hace aumentar proporcionalmente el riesgo y la voracidad de los incendios.
Bosques y paisajes han de ser considerados bienes sociales que se gestionan desde un ejercicio cultural que implica a las comunidades propietarias y que hace posible la interacción para crear mosaicos de diversidad. Evidencias como esta hacen inaplazable un diálogo para que lo urbano y lo rural establezcan un nuevo pacto para garantizar las estrategias sobre la sostenibilidad y la lucha contra la emergencia climática y, en última instancia, la seguridad en términos de desastres ambientales en las ciudades. Pero este diálogo no se puede construir sobre las bases del despotismo. Es necesario retornar al pacto, ni que sea bajo la máxima de Montesquieu cuando decía: “para que no se pueda abusar del poder, es necesario que el poder detenga al poder”.
Por lo tanto, es obvio que hay que empoderar a los pueblos y al territorio para pactar y dialogar sobre cuáles son los futuros deseables para el conjunto del mundo rural y la montaña. Personalmente, este futuro lo querría en un país equilibrado, con gente que cultiva alimentos, trabaja los bosques, conserva culturas y también cimienta su futuro sobre una democracia participativa y respetuosa que garantiza la equidad y las oportunidades. La política, sin duda debería servir para esto.
Francés X. Boya Alós, presidente de esMontañas